Aquella mañana
el aire era cálido y entraba suave por los grandes ventanales del templo de la
Diosa Meeva. Los rayos de sol que atravesaban la cúpula se reflejaban en las
motas del polvo arenoso tan típico de aquella región en verano, y se reflejaban
creando un hermoso efecto de lluvia de oro que se perdía al entrar en las
sombras. Sin embargo, el aroma que podía percibir no era el de la maravillosa
brisa veraniega de las islas de Uhn-Nurr. Todo estaba inundado con un pesado
olor metálico, herrumbroso, que se elevaba mezclado con el olor a sudor,
cabellos húmedos, carne y también excrementos. El olor de la muerte, de cuerpos
mutilados, desangrándose; el olor de las masacres…
Él se encontraba
tirado en el suelo, abrió los ojos, pero había recibido un gran golpe en la
cabeza, todo el mundo era difuso y parecía tambalearse. Era uno más entre
decenas de personas. Algunos gritaban, con voces rotas, suplicando ayuda,
piedad. Otros no tenían fuerzas suficientes para gritar, y sólo eran capaces
emitir gemidos y sonidos guturales, podría haberlo soportado mucho mejor si no
estuviesen entre ellos los gritos de los niños… era imposible sobrellevarlos…
podía sentir como aquel dolor que expresaban era igual de grande que el suyo,
uno como no había conocido jamás, capaz de paralizar sus sentidos y todo su
cuerpo, que se clavaba en su garganta seca y le impedía acompañar al coro de
lamentos.
Si tan sólo consiguiera
condensar un poco de agua, una ligera lluvia, tal vez algunos sobrevivirían,
quizás sólo con eso alguien que hubiese quedado menos herido tendría la
oportunidad de escapar, sobrevivir. Con tan sólo cinco años descubrió que era
un mago de agua, tan poderoso que a los diecisiete años había superado a sus
maestros, y todo sin perder la nobleza en su corazón ni el respeto a ellos. Ahora
con poco más de treinta años era capaz de curar a heridos que otros magos
ancianos hubieran perdido irremediablemente, miles de enfermos peregrinaban a
su templo para que les curase. Pero en ese instante se sentía impotente,
incapaz de hacer que su cuerpo reaccionara, sin poder levantar tan siquiera los
dedos del pegajoso y rojo suelo.
Pudo al fin
volver a ver con claridad, y las lágrimas inundaron sus ojos, cayendo cálidas
por su rostro, esquivando sus orejas para perderse entre su melena blanca
ensangrentada. Si sólo miraba hacia arriba la lluvia de polvo dorado era una
vista hermosa. Los ángeles dibujados en la cúpula del salón del templo tenían
cuerpos redondeados, rostros rosados y sonrisas amables. Parecía que fuesen
ellos quienes dejaban caer de sus alas pedacitos de estrellas.
Al girar la
cabeza a su izquierda vio varios cuerpos inertes, y los rostros compungidos de
aquellos que seguían vivos. Deseó que cesaran sus voces, ya daba igual que
fuese porque lograran sobrevivir, o porque muriesen, tan sólo esperaba que el
peso en su pecho y su corazón se terminara, que se fuera aquel sentimiento de
culpabilidad por no poder hacer nada más que yacer con un terrible dolor
arrastrándose por todo su cuerpo, como un veneno que emponzoñara sus venas. Se
sentía cada vez más débil y se preguntaba si moriría ese mismo día,
atemorizado, no por la idea de morir en sí misma, sino por tener que esperar
demasiado tiempo que llegase ese
momento, por seguir escuchando a aquellas personas y soportar más horas el olor
repugnante, hediondo, de la sangre y la humanidad sobre ella.
—
¡Mamá, ayúdame!
Un niño ciego y
bañado en sangre gritó a un cadáver, lo zarandeó y rompió a llorar. Sintió que
necesitaba expulsar aquella culpabilidad de no poder hacer nada, aquel peso en
su pecho gritando, pero apenas exhaló un susurro a la vez que su aliento,
suficiente como para que la herida de su costado, la que acabaría con su vida,
le mordiera sin piedad. [...]
(Continúa AQUÍ)
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