El viento y la lluvia golpeaban con fuerza el postigo del ventanal de la estancia de la reina. La chimenea estaba encendida y las llamas parecían bailar y reírse del clima exterior. Todos los objetos de la habitación destellaban en tonos cálidos y tenían alargadas sombras tan bailarinas como el fuego.
La reina se
encontraba sentada en una antigua mecedora de madera de nogal un tanto grisácea,
cepillando su melena castaña y ondulada con un cepillo que le había regalado en
la infancia una gran, y ya difunta amiga, Eda, la cual, después fue soberana
del archipiélago sureño Uhn-Nurr. El mango y el contorno eran de plata, la
parte trasera de nácar y las cerdas, de jabalí. Cada noche pasaba largo rato
acicalando su cabello, antes de irse a dormir, tal y como ella le había
recomendado. Aproximadamente, cien veces cada mitad de su abundante cabellera.
Se sentía feliz
pese a las inclemencias del tiempo y las dificultades económicas por las que estaba
pasando el reino. El pueblo era consciente de que hacían todo lo que podían,
que ellos también pasaban necesidades y no se habían organizado, de momento,
grandes revueltas. Era una mujer sencilla, simplemente estar resguardada, con
una cena decente en el cuerpo y un fuego, podía sentirse dichosa.
Junto a la
mecedora había una mesita de la misma madera vieja, dejó el cepillo con
delicadeza y tomó un pequeño bote de perfume. También era procedente del sur,
pero este regalo era del primo de su esposo y viudo de Eda, el soberano de las
islas, Drystan.
Pese a ser familia
cercana de su marido, sólo tenían en común la forma y el color celeste de los
ojos, con el iris contorneado en un azul más intenso. También el ensortijado
cabello rubio dorado. Su rey había heredado los peores rasgos de la familia
paterna, mezclada y remezclada, con matrimonios entre hermanos y hermanas,
padres e hijas, abuelos y nietas… desde tiempos inmemoriales, sólo por mantener
su casa en el poder. Se estremeció pensando en la esbelta figura de Drystan, en su piel
ligeramente dorada heredada de la familia materna originaria Uhn-Nurr. La forma
del labio superior del soberano sureño era como la de su marido, pero los de él pedían
ser besados sin tan siquiera tener la necesidad de abrir la boca.
Trató de
alejarle de sus pensamientos y dejó caer en la palma de su mano tan sólo dos
gotas del aceite esencial de jazmín. Embadurnó con delicadeza sus manos y con
un suave masaje frotó las puntas de su pelo y finalmente, la parte trasera de
su cuello. Seguramente su estimado rey aún estaría despierto, él adoraba el
aroma del jazmín, podría hacerle una visita nocturna, podría alegrarle lo
suficiente como para que esa noche no tuviese pesadillas y así poder dormir
junto a él.
El rey Dwyn
sufría casi todas las noches terribles pesadillas, hablaba en sueños y se
tornaba muy agresivo, tanto que para que ella pudiese descansar sin
sobresaltos, acordaron que debían dormir en diferentes cuartos, y siempre que
alguno lo deseara, podría visitar al otro antes del descanso. Suspiró despacio
y decidió no ir. Definitivamente era tarde y si había conseguido entrar en un
plácido sueño, con el ruido de la puerta él despertaría. No, era mejor esperar
a la mañana.
Un extraño ruido
dentro de la estancia sobresaltó a la mujer. Provenía de detrás de un enorme
tapiz que representaba la victoria de la casa de su esposo en una batalla, bordado
a mano durante dos generaciones. Tal vez un ratoncillo había entrado buscando refugiarse
de la tormenta. Aunque a lo peor era una rata, los ratones no le daban miedo,
sin embargo las ratas le daban tanto pavor como asco. Entornó los ojos tratando de averiguar de qué se trataba,
cuando el ruido pareció más pesado, como si alguien arrastrase algo. El tapiz
se agitó ondeante y tras él salió una figura oscura, un hombre quizás… pero…
¿Cómo? Apretó las manos en los reposabrazos del balancín, podría ser un asesino
enviado por alguna de las casas nobles que querían que acabase el reinado de su
esposo. ¿Habrían dañado a su dulce Dwyn? Si él había muerto entonces ella sería
la siguiente. [...] (Continúa la historia AQUÍ)
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