martes, 26 de noviembre de 2013

La Reina (Parte III)

Si aún no has leído las dos primeras partes, la primera la tienes AQUÍ y la segunda AQUÍ.

[...] 
   Se puso en pie y se acercó, el aroma del jazmín en su cabello y en su piel hizo que él, para tratar de percibir su olor, acortase tanto las distancias que ella tuvo que ir andando hacia atrás, alejándose, pero él la siguió hasta dejarla arrinconada en una esquina cercana a la chimenea. Cuando la mujer sintió la piedra cálida en la espalda le recorrió un escalofrío.

      Moira, por favor.
      No puedo… no puedo hacerle eso a mi rey.
      Puedo daros placer, y vos un heredero casi legítimo al reino.
      No… Drystan, dejadme…

   Él introdujo el dedo índice de su mano izquierda por dentro del escote del camisón, siguiendo el contorno de lado a lado. Ella trató de empujarle, pero con una habilidad que la pilló totalmente desprevenida, él no solo se libró del empujón, sino que ahora con una sola mano tenía sujetas las de ella sobre su cabeza. Se sintió tan estúpida… aunque trataba de zafarse, él sin ningún esfuerzo la mantenía en aquella postura. Buscó sus ojos para suplicar que dejase de jugar con su voluntad, pero no tuvo tiempo de decir lo que quería. Drystan tomó su barbilla con el índice y el pulgar de la mano que había tenido en su pecho un momento antes, y la besó con delicadeza.

   No tenía espacio para retirar la cabeza y Moira pudo notar como toda su confianza y determinación se alejaban. Se sintió tan frustrada que las lágrimas inundaron sus ojos y corrieron despacio por sus mejillas rojas como las flores de la amapola.

   Cuando el largo y húmedo beso terminó él sonrió:

      Vuestra boca dice no, pero todo vuestro cuerpo vibra y me dice que sí.
      Es cierto… mi cuerpo se rendiría ahora mismo —dijo ella con voz queda, y él pudo entonces darse cuenta de sus lágrimas—. Pero creo que no sois capaz de comprender que lo que mi boca dice es lo que prevalece, por encima del deseo carnal de mi cuerpo.

   Drystan mantuvo su sonrisa. Sonriendo era aún más atractivo, si es que eso era posible. Ella apretó las rodillas, como último intento para contenerse.

      Lo sé… lo sé, mi reina…
      Entonces…
      Estáis en lo cierto… lo mejor que puedo hacer es marcharme y respetaros, tanto a vos como a Dwyn.
      Os lo agradezco.
      Reconozco que en este momento es cuando más envidia siento. Mi querido primo… tenéis razón, aunque su cuerpo sea deforme, su rostro horrible y su inteligencia escasa, el tamaño de su corazón compensa todas esas carencias. Me alegra que le améis de un modo del que ni tan siquiera sois consciente.
      ¿Cómo podría amar al monstruo que describís? —dijo ella en un sollozo.

   Drystan volvió a sonreír, pero esta vez ocultando el dolor que le producía no haber sido capaz de hacerla suya. La liberó al fin y dio dos pasos hacia atrás.

      Imagino que la belleza que algunos no pueden ver, es aquella que reside dentro de él, justo entre su simpleza y su bondad. Reside también en la confianza ciega que siente… —las palabras se quedaron atravesadas en su garganta, como cuchillas dispuestas a cortar.
      Hacia aquellos a los que ama —prosiguió ella—. Como vos, como yo.
      Permitidme que me retire ya, mi señora.
      Por supuesto, y por favor, no me importa si vuestra conciencia apuñala dolorosamente a vuestra alma, esta noche no nos hemos visto.
      Sí… claro. No nos hemos visto.
      Buenas noches, Drystan.
      Buenas noches, mi reina —susurró él mientras caminaba hacia el tapiz—. Perdonadme.

   Cuando Drystan se hubo marchado, Moira se dejó caer al suelo. Lloró y dejó fluir libremente todas las emociones que había contenido. Se agarró el cabello a ambos lados de la cabeza con fuerza y contuvo un grito. Se sentía orgullosa, había sido capaz de mantenerse firme, de no dejarse arrastrar por aquel instinto primario que se moría de ganas de dejar que él hubiese hecho todo cuanto hubiera deseado, sin peros, sin límites, simplemente la parte salvaje y reprimida escapando al fin.

   Buscó por el suelo sus zapatillas y se las puso. En ese instante le daba igual que su marido estuviese dormido o despierto, necesitaba verle. Salió de la estancia a hurtadillas, asegurándose que no había nadie mirando. Corrió hacia el final del largo y helado pasillo para detenerse ante su puerta. Se abrazó a sí misma, preguntándose cuantos pasadizos ocultos podría haber en un castillo que no parecía lo bastante grande como para esconder secretos entre las paredes.


   Dudaba si debía abrir o volver a su dormitorio a pasar otra noche sola, miró al suelo y sonrió, había demasiada luz como para que sólo proviniese de la chimenea, así que, seguramente, Dwyn seguía despierto. Abrió de golpe, sin llamar ni preguntar. [...]

(Continua AQUÍ)

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