[...]
Se puso en pie y
se acercó, el aroma del jazmín en su cabello y en su piel hizo que él, para tratar de percibir su olor, acortase tanto las distancias que ella tuvo que ir
andando hacia atrás, alejándose, pero él la siguió hasta dejarla arrinconada en
una esquina cercana a la chimenea. Cuando la mujer sintió la piedra cálida en
la espalda le recorrió un escalofrío.
— Moira,
por favor.
— No
puedo… no puedo hacerle eso a mi rey.
— Puedo
daros placer, y vos un heredero casi legítimo al reino.
— No…
Drystan, dejadme…
Él introdujo el
dedo índice de su mano izquierda por dentro del escote del camisón, siguiendo
el contorno de lado a lado. Ella trató de empujarle, pero con una habilidad que
la pilló totalmente desprevenida, él no solo se libró del empujón, sino que ahora
con una sola mano tenía sujetas las de ella sobre su cabeza. Se sintió tan
estúpida… aunque trataba de zafarse, él sin ningún esfuerzo la mantenía en
aquella postura. Buscó sus ojos para suplicar que dejase de jugar con su
voluntad, pero no tuvo tiempo de decir lo que quería. Drystan tomó su barbilla
con el índice y el pulgar de la mano que había tenido en su pecho un momento
antes, y la besó con delicadeza.
No tenía espacio
para retirar la cabeza y Moira pudo notar como toda su confianza y determinación
se alejaban. Se sintió tan frustrada que las lágrimas inundaron sus ojos y
corrieron despacio por sus mejillas rojas como las flores de la amapola.
Cuando el largo
y húmedo beso terminó él sonrió:
— Vuestra
boca dice no, pero todo vuestro cuerpo vibra y me dice que sí.
— Es
cierto… mi cuerpo se rendiría ahora mismo —dijo ella con voz queda, y él pudo
entonces darse cuenta de sus lágrimas—. Pero creo que no sois capaz de
comprender que lo que mi boca dice es lo que prevalece, por encima del deseo carnal
de mi cuerpo.
Drystan mantuvo
su sonrisa. Sonriendo era aún más atractivo, si es que eso era posible. Ella
apretó las rodillas, como último intento para contenerse.
— Lo
sé… lo sé, mi reina…
— Entonces…
— Estáis en lo cierto… lo mejor que puedo hacer es marcharme y respetaros, tanto a vos como a
Dwyn.
— Os
lo agradezco.
— Reconozco
que en este momento es cuando más envidia siento. Mi querido primo… tenéis
razón, aunque su cuerpo sea deforme, su rostro horrible y su inteligencia
escasa, el tamaño de su corazón compensa todas esas carencias. Me alegra que le
améis de un modo del que ni tan siquiera sois consciente.
— ¿Cómo
podría amar al monstruo que describís? —dijo ella en un sollozo.
Drystan volvió a
sonreír, pero esta vez ocultando el dolor que le producía no haber sido capaz
de hacerla suya. La liberó al fin y dio dos pasos hacia atrás.
— Imagino
que la belleza que algunos no pueden ver, es aquella que reside dentro de él,
justo entre su simpleza y su bondad. Reside también en la confianza ciega que
siente… —las palabras se quedaron atravesadas en su garganta, como cuchillas
dispuestas a cortar.
— Hacia
aquellos a los que ama —prosiguió ella—. Como vos, como yo.
— Permitidme
que me retire ya, mi señora.
— Por
supuesto, y por favor, no me importa si vuestra conciencia apuñala
dolorosamente a vuestra alma, esta noche no nos hemos visto.
— Sí…
claro. No nos hemos visto.
— Buenas
noches, Drystan.
— Buenas
noches, mi reina —susurró él mientras caminaba hacia el tapiz—. Perdonadme.
Cuando Drystan
se hubo marchado, Moira se dejó caer al suelo. Lloró y dejó fluir libremente
todas las emociones que había contenido. Se agarró el cabello a ambos lados de
la cabeza con fuerza y contuvo un grito. Se sentía orgullosa, había sido capaz
de mantenerse firme, de no dejarse arrastrar por aquel instinto primario que se
moría de ganas de dejar que él hubiese hecho todo cuanto hubiera deseado, sin
peros, sin límites, simplemente la parte salvaje y reprimida escapando al fin.
Buscó por el
suelo sus zapatillas y se las puso. En ese instante le daba igual que su marido
estuviese dormido o despierto, necesitaba verle. Salió de la estancia a
hurtadillas, asegurándose que no había nadie mirando. Corrió hacia el final del
largo y helado pasillo para detenerse ante su puerta. Se abrazó a sí misma,
preguntándose cuantos pasadizos ocultos podría haber en un castillo que no
parecía lo bastante grande como para esconder secretos entre las paredes.
Dudaba si debía
abrir o volver a su dormitorio a pasar otra noche sola, miró al suelo y sonrió,
había demasiada luz como para que sólo proviniese de la chimenea, así que, seguramente, Dwyn
seguía despierto. Abrió de golpe, sin llamar ni preguntar. [...]
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