[...]
El rey se
encontraba sentado en una gran mesa, con varios libros abiertos sobre el arte
de la guerra, antiguas batallas, y rodeado de velas casi gastadas. Siempre
trataba de aprender cosas importantes, pero le resultaba muy difícil. Parecía
preocupado y confuso, con unas ojeras marcadas que hacían parco favor a su
rostro, el cual, tornó alegre al ver que era ella quien había abierto.
— ¿Qué
haces aquí, mi amor? ¿Necesitas algo?
— Sí,
sí… hay algo que quiero decirte… algo importante.
Dwyn echó la
cabeza hacia su derecha para poder ver mejor a su mujer entre las montañas de
libros, ella corrió hacia él y se levantó para recibirla entre sus brazos
dejando caer la fina manta con la que cubría sus débiles piernas. Moira le
apretó y suspiró, él no dijo nada. Nunca decía nada cuando sentía que ella
estaba pasando un mal momento, porque no sabía qué podía necesitar, así que
simplemente, no interrumpía esos momentos, al igual que nunca era el primero en
dejar el abrazo. Algunas veces ella sólo necesitaba un pequeño contacto, otras
veces podían permanecer abrazados mucho tiempo, no le importaba si era lo que
ella necesitaba, y lo que ella necesitara para ser feliz, él se lo daría.
Cuando ella
rompió a llorar y agarró con fuerza las solapas de su bata, pese a sentirse
terriblemente preocupado tampoco dijo nada, simplemente comenzó a acariciar su
cabello, tratando de calmar su dolor.
— Dwyn…
— ¿Es
algo triste, mi amor?
Ella negó con la
cabeza, se secó las lágrimas con la manga del camisón y observó sus inocentes
ojos azules.
— Mi
señor…
— No
me hables así en privado, no eres ninguna sirvienta, ni una noble, eres la
reina. Dime, ¿Qué es eso tan importante?
— Mi
dulce Dwyn… hoy he descubierto que te amo, que me aterroriza verte cada día más
enfermo y más débil, porque no quiero perd…
— No
sigas —dijo él colocando con suavidad el índice de su diestra sobre la boca de
su esposa—. Mírame, sólo con saber que has aprendido a amarme es suficiente. ¿Puedes
imaginar lo feliz que acabas de hacerme? Has alegrado mis últimos días en este
mundo.
Ella alzó las
manos sujetándole la cara, acariciando su mandíbula torcida, prominente; su
rostro lampiño y suave. Era tan sincero.
— Cómo
lamento no poder darte un hijo.
— ¿Qué?
—ella se estremeció y su piel se erizó— No importa…
— Estoy
seguro de que cuando yo muera encontrarás a un buen hombre, mucho mejor que yo,
así podrás tener los hijos que anhelas. Es lo mejor que podrá traerte mi
muerte.
— No
quiero hijos de ningún otro hombre… —golpeó casi sin fuerzas su pecho.
— Lamento
si te ofendí…
— Quiero
hijos tuyos, con tus ojos, tu cabello dorado, tus labios, y sobre todo, con tu
gran corazón.
— Lo
siento —dijo sintiéndose roto— desearía tener más inteligencia y más salud,
quisiera darte hijos, una vida mejor…
— Calla,
déjalo, lo importante ahora mismo es que te tengo, que estás aquí conmigo. Te
quiero —se puso de puntillas y le besó—. Te quiero, te quiero… no me abandones
en este mundo… por favor…
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