miércoles, 27 de noviembre de 2013

La Reina (Parte IV)

Si aún no has leído el comienzo de esta historia, te lo recomiendo antes de continuar con esta lectura: Parte I - Parte II - Parte III

[...]

   El rey se encontraba sentado en una gran mesa, con varios libros abiertos sobre el arte de la guerra, antiguas batallas, y rodeado de velas casi gastadas. Siempre trataba de aprender cosas importantes, pero le resultaba muy difícil. Parecía preocupado y confuso, con unas ojeras marcadas que hacían parco favor a su rostro, el cual, tornó alegre al ver que era ella quien había abierto.

      ¿Qué haces aquí, mi amor? ¿Necesitas algo?
      Sí, sí… hay algo que quiero decirte… algo importante.

   Dwyn echó la cabeza hacia su derecha para poder ver mejor a su mujer entre las montañas de libros, ella corrió hacia él y se levantó para recibirla entre sus brazos dejando caer la fina manta con la que cubría sus débiles piernas. Moira le apretó y suspiró, él no dijo nada. Nunca decía nada cuando sentía que ella estaba pasando un mal momento, porque no sabía qué podía necesitar, así que simplemente, no interrumpía esos momentos, al igual que nunca era el primero en dejar el abrazo. Algunas veces ella sólo necesitaba un pequeño contacto, otras veces podían permanecer abrazados mucho tiempo, no le importaba si era lo que ella necesitaba, y lo que ella necesitara para ser feliz, él se lo daría.

   Cuando ella rompió a llorar y agarró con fuerza las solapas de su bata, pese a sentirse terriblemente preocupado tampoco dijo nada, simplemente comenzó a acariciar su cabello, tratando de calmar su dolor.

      Dwyn…
      ¿Es algo triste, mi amor?

   Ella negó con la cabeza, se secó las lágrimas con la manga del camisón y observó sus inocentes ojos azules.

      Mi señor…
      No me hables así en privado, no eres ninguna sirvienta, ni una noble, eres la reina. Dime, ¿Qué es eso tan importante?
      Mi dulce Dwyn… hoy he descubierto que te amo, que me aterroriza verte cada día más enfermo y más débil, porque no quiero perd…
      No sigas —dijo él colocando con suavidad el índice de su diestra sobre la boca de su esposa—. Mírame, sólo con saber que has aprendido a amarme es suficiente. ¿Puedes imaginar lo feliz que acabas de hacerme? Has alegrado mis últimos días en este mundo.

   Ella alzó las manos sujetándole la cara, acariciando su mandíbula torcida, prominente; su rostro lampiño y suave. Era tan sincero.

      Cómo lamento no poder darte un hijo.
      ¿Qué? —ella se estremeció y su piel se erizó— No importa…
      Estoy seguro de que cuando yo muera encontrarás a un buen hombre, mucho mejor que yo, así podrás tener los hijos que anhelas. Es lo mejor que podrá traerte mi muerte.
      No quiero hijos de ningún otro hombre… —golpeó casi sin fuerzas su pecho.
      Lamento si te ofendí…
      Quiero hijos tuyos, con tus ojos, tu cabello dorado, tus labios, y sobre todo, con tu gran corazón.
      Lo siento —dijo sintiéndose roto— desearía tener más inteligencia y más salud, quisiera darte hijos, una vida mejor…
      Calla, déjalo, lo importante ahora mismo es que te tengo, que estás aquí conmigo. Te quiero —se puso de puntillas y le besó—. Te quiero, te quiero… no me abandones en este mundo… por favor…

(Continua AQUÍ)

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