La tormenta se había calmado y el rey Dwyn se encontraba sentado en el pequeño balcón de su
alcoba. Su mirada se perdía en el horizonte, su rostro enjuto mostraba su
delicado estado de salud y sin embargo, una ligera sonrisa se mantenía
dibujada.
Los rayos de sol
no terminaban de calentar su cuerpo, por lo que una gruesa manta le tapaba
desde el cuello hasta los pies. El cielo le parecía más azul que nunca, el oscuro
bosque de árboles desnudos y arbustos ya no era aterrador sino hermoso.
Escuchó unos
pasos tras de sí, pero no se movió.
—
Buenos días, primo.
—
Buenos días —respondió el rey acurrucándose aún
más—. ¿Qué tal la mañana?
—
Perfecta. Hace un poco de frío en tu reino, pero
por lo demás, todo es perfecto.
—
No… no lo es…
Drystan observó a su primo en silencio y
extendió su mano izquierda para ofrecerle una infusión caliente. Dwyn la
rechazó con un gesto de la cabeza y no dejó de mirar hacia la lejanía.
—
¿Qué te ocurre? Te conozco lo bastante bien como
para saber que algo te preocupa.
—
Me muero, Drystan.
—
Lo sé.
El primo del rey
caminó hacia fuera y notó el aire frío en su cara. Cerró los ojos y disfrutó
del apetitoso olor a pan que llegaba desde la cocina del castillo. Al abrirlos,
apoyó los codos sobre el mármol helado de la balaustrada y suspiró. Tomó un
sorbo de su taza, una tisana fuerte y ligeramente amarga, perfecta para entrar
en calor y aportar algo de energía para lo que suponía sería un día largo y
agotador. Buscó lo que podría estar buscando el otro hombre en el confín del
mundo y finalmente se entretuvo en mirar la línea ondulada entre el cielo y las
montañas más alejadas.
—
¿Por qué no me nombras tu heredero? Nos
ahorraría muchos problemas.
El rey le
observó con gesto de sorpresa, realmente le extrañaba que le preguntase eso.
—
No eres una opción. Jamás lo has sido, Drystan.
Tu hijo bastardo y sin apellido tampoco, por supuesto.
—
¿Por qué? Podría unificar tu reino y mis islas,
no habría necesidad de…
—
¿Realmente no te das cuenta de por qué no eres
mi heredero?
Drystan se
volvió hacia Dwyn, examinó sus ojillos azules, asombrado. No sabía qué se le
estaba escapando.
—
En el sur la mayoría de las personas son
seguidoras de los Cinco Dioses. Tú incluido —se tapó hasta la boca con la
manta—. En mi reino todos creemos en otros Dioses, son incluso más que los
vuestros. Ricard es el único que según los consejeros podría ocupar el trono.
—
Claro… —entornó los ojos al comprenderlo—. Es un
problema meramente religioso.
—
Sí…
Las nubes
taparon el sol y poco a poco unas dispersas gotas de lluvia fueron cayendo.
Drystan entró a dejar su infusión en una mesita. Sin pedir permiso, tomó a su
primo en brazos y le llevó al interior de la estancia, sentándole en un cómodo
diván de terciopelo burdeos, acomodó la manta sobre él, se acercó al leñero y
encendió la chimenea, para luego cerrar el ventanal del balcón. Tomó de nuevo
la taza y se sentó junto a él.
—
Mejor así, no quiero que nos dejes antes de
tiempo.
—
Gracias… cuando muera, quiero que protejas a
Moira. Sé que muchos de los nobles no aceptarán a Ricard, y sé que habrá
guerra. No soy tan tonto como para no saber eso.
—
Tan sólo si ella se deja… ya sabes como es. Si dice
que no, no habrá forma de convencerla de lo contrario.
—
Anoche Moira vino a mi habitación… me dijo que
había descubierto que me amaba.
Drystan sonrió
ampliamente, dejando ver sus dientes blancos y perfectamente alineados, parecía
verdaderamente divertido y satisfecho, hizo un gesto para atraer la mirada del
rey, que ahora parecía tremendamente disgustado. El soberano sureño tomó otro
sorbo de la cálida bebida sin dejar de mantener la mirada en los ojos de Dwyn.
—
Imagino que estarás muy contento.
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