—
Finalmente, todo ha terminado. Estaba cansado de
esta escoria.
—
Puedo imaginarlo —el general no parecía realmente interesado.— Fue mucho tiempo.
—
Dos largos años ganándome la confianza de todos
estos perros sarnosos, para poder acabar con el pequeño elegido y el futuro
Gran Mago.
—
Ahora que esas dos amenazas han sido eliminadas,
serás recompensado.
—
Ah sí, mi señor, mi recompensa es lo que me ha
mantenido firme. Ja ja ja…
Aquella risa…
claro que la voz era familiar, al igual que esa forma de reír, tan particular y
escandalosa. Si Phröe era su apellido, entonces el que él conocía no era real,
como tampoco sería real el nombre por el cual le había llamado los dos años que
hacía que le conocía: Kivo. Había un paso por encima de todo lo que su cuerpo
estaba experimentado, más allá del nauseabundo olor, del dolor y la
desesperación, por encima de todo, la traición. Desde el principio sabía que lo
era, que alguien estaba detrás de todo, no era posible que se saltaran la
seguridad de la ciudad sin una traición de por medio, pero aquello, para él,
era mucho peor que todo lo que había experimentado en las últimas horas.
Kivo había sido
su amigo, su confidente, su aprendiz. Tal vez, incluso más que eso, fue como su
hermano. Cuando fallecieron su esposa y su hijo, Kivo había estado ahí, dándole consuelo. Había
ayudado a salvar a tantas personas de una forma tan entregada… había perdido
noches de sueño entre esos a los que ahora llamaba perros sarnosos. ¡Oh, sí!
Ese sentimiento que le provocaba estaba muy por encima de su dolor. ¿Cómo podía llegar a hacer algo así?
—
Una cosa más… Phröe… —dijo el general.
—
Mi señor.
—
Aquella maldita bruja dijo que veía tanta
sangre en el futuro que no podía darnos detalles… después de tu convivencia
con los sacerdotes del templo… ¿Quién, según tu opinión, podría haberse
convertido en el Gran Mago?
Abrió los ojos
de golpe, giró un poco la cabeza y le buscó con la mirada, fue en ese instante
cuando pudo ver a Kivo… no, a Phröe señalando hacia él.
—
Bien —en el tono de voz del general se notaba
una cruel felicidad—. Rekk, acaba con el que pudo haber sido y jamás será el
gran mago.
Su mirada se cruzó con la de Rekk, que
tropezaba constantemente con restos o se deslizaba con la sangre fresca recién
derramada. Al llegar a su lado alzó la lanza y observó su cuerpo. Sabía que
estaba decidiendo donde clavarla, o cuantas veces hacerlo. Sí, percibía en su
media sonrisa la indecisión. Un solo golpe mortal o una monstruosa agonía.
Había tomado una decisión, y en su cara expresaba con claridad que quería verle
sufrir.
La lanza
descendió rápido y atravesó su estómago, con un giro lento, tortuoso, que abría
su interior. Las pocas fuerzas que le quedaban iban abandonando su cuerpo
despacio, pero el recuerdo de toda su vida se cruzó tan deprisa por su mente
que apenas tuvo tiempo a saborearla de nuevo. Se detuvieron sus recuerdos en
los dos últimos años con aquel ingrato que le engañó y le hizo creer que era uno
de ellos. Lentamente, luchando por sobrevivir, sus párpados se fueron cerrando, sería la última vez que
podría ver el mundo y lo que tenía frente a él era la sonrisa negra y podrida
de su asesino. Una gota de agua cayó junto a su cara picada de viruela, cayó
sobre él reconfortando a su entumecida mano derecha, otra más, reconfortando el
ahogo en su pecho, otra más, y otra. ¿Una lluvia curativa? ¿Alguien trataba de
curarle? Se sintió agradecido, pero era demasiado tarde.
Lo último que
pudo ver fue el destello de un rayo que lanzó a varios metros de distancia al
joven de la lanza. Los sonidos parecían alejarse mientras la oscuridad invadía
sus sentidos. Un cálido abrazo hizo que se detuviese en su camino a la
penumbra.
—
No te rindas —le dijo en la distancia una voz
femenina—. Está aquí la Dama de las Tormentas, no te rindas, Reed, acabaré con
ellos, sigue vivo cuando vuelva a por ti. ¡Mierda, Reed! ¡No te des por vencido!
¡¡Reed!!
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